
Me enteré hace poco de la siguiente historia ocurrida en un colegio particular de Santiago. Como actividad escolar, por cierto una actividad importante dentro del currículum de este colegio, se les pidió a los niños de cuarto básico que escribieran un cuento de un mínimo de dos páginas.
Resultó una actividad interesante para la mayoría, a pesar de lo cual casi todos escribieron sólo el mínimo y otros hasta cuatro páginas. Sin embargo, uno de los niños disfrutó enormemente la actividad, llegando a completar doce páginas de un cuento bien escrito y entretenido, además de ordenado en la presentación del cuaderno. Los errores de ortografía eran pocos y los corrigió con su madre en la casa.
Este niño estaba orgulloso de su trabajo, fue reconocido por sus compañeros quienes le preguntaban si quería ser escritor cuando grande.
Hasta aquí todo iba bien, el problema comenzó cuando la profesora les dijo que tenían que pasar el cuento “al limpio”, con lo que nuestro futuro escritor empezó a angustiarse ante la idea de volver a escribir las doce páginas. El niño lo comentó con su madre, juntos revisaron lo escrito y les pareció que estaba muy ordenado. “Nunca me va a quedar mejor” dijo el niño.
La madre pensó que lo mejor era que su hijo solo enfrentara la situación y hablara con la profesora. Sin embargo, cuando el niño le dice a la profesora que a él y su mamá les parece que es muy largo para copiarlo de nuevo y que además está muy ordenado, la profesora sólo le indica que lo haga porque es OBLIGACIÓN.
La actividad de escribir un libro es una estrategia educativa muy buena. Promueve la creatividad, el uso del lenguaje, la práctica de la escritura, el razonamiento, la independencia.
La actitud de la profesora enseña todo lo contrario: Haz el mínimo esfuerzo; un desborde de creatividad te va a acarrear exceso de trabajo; a los profesores no se les pregunta, se les obedece; las cosas que no tienen explicación, simplemente son obligatorias.
Obviamente, esta profesora, como la mayoría de nosotros, debe haber estudiado en un colegio donde se fomentó poco la participación y el disentimiento de los niños, donde hubo muchas obligaciones y donde era mejor no preguntar ni cuestionar mucho.
Probablemente, en la universidad, el panorama no cambió mucho. Con suerte, habrá ido a alguna marcha estudiantil donde, de un muy mal modo, pudo ejercer su derecho a disentir.
Coherencia entre lo que se dice que se hace (preparar niños independientes, creativos, ciudadanos participativos y democráticos) y lo que se hace. La diferencia está en los pequeños detalles, en el criterio de cada profesor y, principalmente, en la consciencia de que los actos y las palabras de un adulto importante, como es un profesor, pueden calar muy hondo en un niño.
Este niño y su madre se sienten sin conducta posible:
• el niño ya no se atreve a volver a hablar del tema con la profesora.
• la madre no quiere hacer un problema particular y concreto de algo que le parece que atañe no sólo a su hijo.
• Los «conductos regulares» de comunicación en el colegio obligarían a ir a hablar primero con la profesora ¿cuán probable es que la profesora pueda mirar el problema ampliamente, como un tema de educación que incluso podría tratar con sus colegas en alguna reunión? ¿O, por el contrario, se sentirá cuestionada y criticada por una madre “metiche”?
El niño, por lo pronto, ya encontró una solución. No lo va a pasar al limpio, pero tampoco va a decirlo. Total “lo más seguro es que la Miss no se dé ni cuenta”.
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