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Rosanna

UN AMOR DE OTRO SIGLO


Jueves santo, 1951

En la tarde de ese día, un hombre joven de unos 25 años estaba sentado en una de las bancas de la parroquia de su barrio en Ñuñoa, la parroquia Santo Domingo de Guzmán, la cual años después sería el lugar de las amistades y romances de los hijos de este joven allí sentado que aún no podía ni sospechar que eso sucedería.

Jorge Enrique Nitsche Compan, de familia de inmigrantes europeos, estaba sentado en esa banca, recordaba sus años de niño (siempre ha sido un poco melancólico) y rezaba agradeciendo y pidiendo “como es normal en los creyentes”. No había nadie más en la iglesia, solo silencio, y tal vez por eso, cuando entraron dos personas, inmediatamente él miró y la vio por primera vez. Eran una señora que le pareció muy agraciada y una jovencita que se ponía un pañuelo en la cabeza en señal de respeto. Las siguió con su mirada, con disimulo seguramente, mientras ella avanzaban por el templo. Jorge tuvo una buena impresión y algo como un extraño presentimiento que le indicaba que ese sería el comienzo.


Verano 1953

Dos años después, de ese encuentro en la iglesia solo quedaba el recuerdo. El joven no tenía mayores compromisos, vivía con sus padres y hermanos, su vida era trabajo, estudios y deportes: “Tenía el corazón tranquilito, amigas algunas pero no pasaba nada”. Jorge había querido estudiar agronomía pero lo tuvo que dejar por razones económicas. Trabajaba en el Banco de Chile, donde hizo carrera, comenzando como cajero y llegando a ser jefe de la sección depósitos. Le gustaba el inglés y hacía algunas clases particulares a niños. Cuentan las malas lenguas que algunas madres de sus estudiantes se entusiasmaban especialmente con el profesor de inglés y lo invitaban en extraños horarios a tomar el té, por supuesto Jorge nunca fue (eso es lo que él dice). También le gustaba mucho el fútbol, como a su hermano Francisco – Pancho o el flaco Nitsche quien fue futbolista profesional. Jorge jugaba de manera semi profesional en las ligas de empresas y se dice que era muy bueno.

Un día en la tarde de ese verano de 1953, este joven estaba en la esquina Pedro de Valdivia e Irarrázaval, a escasas dos cuadras de su casa, cuando se le acerca un niño de unos 10 años al que no conocía; “me tomó de la mano y me dijo: “ven pues te voy a presentar a mi hermanita”. Jorge no sabe muy bien por qué lo siguió, pero pareciera que no se arrepiente, su vida estaba a punto de dar un vuelco inesperado.

En un momento, el niño se detiene frente a una mujer hermosa y atractiva. Esa era su hermanita. Y ahí quedaron los dos frente a frente, tal vez un poco boquiabiertos. “Yo vivo a pocas cuadras de aquí”, le dijo casi sin darse cuenta, “¿la podría acompañar hasta su casa?”, le preguntó, y como la respuesta fue positiva empezaron a caminar. Lo que no podían saber en ese momento es que en los siguientes años caminarían por esas calles innumerables veces, a escondidas o no, algunas pocas veces solos, muchas otras seguidos de cerca por “el hermanito”.

Ella era María Meli Pastorella, también vivía en Ñuñoa. Ella había llegado a Chile a sus 12 años desde Italia con su familia. Cuenta la historia que a María también le pareció atractivo este joven alto, rubio y de ojos claros. Ella no recordaba el episodio en la parroquia años antes, pero Jorge no lo había olvidado.

A poco andar, María se dio cuenta de que el paseo sería demasiado silencioso si ella no decía nada y tomó la palabra para contarle de su vida en Italia. Le contó de Noto, de los años en el norte durante la guerra, de su abuelo profesor y alcalde de un pequeño pueblo llamado Montecastelo Di Vibio, que alguna vez fuera un castillo feudal.

“La guerra fue larga y aunque mi nueva amiga habló sin parar, no alcanzó a contármelo todo. Entonces le manifesté el deseo de seguir la conversación otro día”. María aceptó, tal vez ansiosa por contar su historia, tal vez encantada por este hombre guapo y silencioso, y así continuaron las caminatas cada día que era posible, casi a la misma hora y lugar por semanas, meses y años.

En esa época los pololeos no eran como ahora, de hecho eran una situación absolutamente distinta. Jorge y María solo se veían en esas caminatas, que iban desde el negocio de los padres de ella en Irarrázabal cerca de Macúl hasta la casa de ella en Irarrázabal cerca de Manuel Montt. Se dice que con el tiempo había algunos desvíos muy pequeños para que la caminata durara más tiempo y que también algunas pequeñas mentirillas les permitían verse los domingos en la plaza, con la excusa de alguna misa inexistente. No abrazos, no largos besos, solo caminatas y cartas de amor que principalmente Jorge escribía. Unas cartas románticas y anhelantes de castos encuentros.

María ayudaba a sus padres en el negocio, donde se vendían camisetas, calcetines, pañuelos y otros artículos de ese tipo. Lo atendían Pietro y Rosetta, sus padres. Por las tardes, María dejaba el negocio y se iba a su casa a preparar la comida para la familia, pues ella estaba a cargo de la casa mientras sus padres trabajaban. Muchas de esas caminatas las hacía acompañada de Paolo, su hermano menor, quien se aprovechaba de los pretendientes de María para pedirles que le compraran cosas. De hecho, cuenta la historia que la tarde que Paolo fue a buscar a Jorge para “presentarle a su hermanita”, lo hizo porque estaba molesto con otro supuesto pretendiente que se había negado a comprarle una revista.

Con los meses fueron ideando maneras de comunicarse, para que María pudiera avisarle a Jorge si podría salir a caminar con él. A falta de teléfono, una caja roja y dorada en la ventana del departamento de María le indicaba a Jorge que se bajara de la micro, en la que él pasaba de regreso de su trabajo, para encontrarse. Si la caja no estaba, Jorge, desilusionado, seguía hasta su casa.

Pietro, el padre de María, era un hombre muy celoso de su hija. Ella no tenía permiso para salir sin ellos, no podía tener pretendiente: “si sigue así, me voy a quedar solterona” , se quejaba María con su madre. De la existencia de Jorge se enteró Paolo primero, luego Rosetta y finalmente, le contaron a Pietro.

El primer encuentro de Jorge y Pietro, también parece hoy de otro mundo: todo dependía de ese encuentro. Si Jorge no le gustaba a Pietro, la relación habría sido imposible probablemente, a pesar de que Pietro y Rosetta guardaban un secreto que podría haberse repetido: “La fuggida”, pero esa es otra historia que había sucedido antes y en otro lugar.

Pero Jorge si le gustó a Pietro y así pudieron formalizar el noviazgo y tener un poco más de contacto. Ahora podían ir al cine juntos (con chaperón o chaperona obviamente), podían invitarse a reuniones familiares y… bueno, no mucho más que eso.


Y así entre caminatas por el barrio, tardes de matiné y algún café helado a escondidas en el mítico Café Santos en el centro, se fueron conociendo y enamorando hasta que el 6 de marzo de 1955 se casaron. Mi mamá se veía hermosa como una princesa, él guapo y erguido como príncipe. De luna de miel fueron al sur de Chile, de donde regresaron con el primer hijo en camino. Vivieron varios años con los padres de María, pues las finanzas de ellos y la insistencia de Pietro, que no debe haber soportado la idea de alejarse de su hija, no permitieron otra cosa. Después de algún tiempo, se compraron su propia casa en Eduardo Castillo Velasco 2869, a solo dos cuadras de la iglesia donde se vieron por primera vez, la casa donde yo crecí.

María siguió hablando mucho, Jorge siguió escribiendo cartas de tanto en tanto.


Por Rosanna Nitsche Meli y Jorge Nitsche Compan.

 


María, Jorge, Rosetta y Pietro

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